viernes, 8 de abril de 2011

:: Tributo: Kris Kolombino ::

En una latitud plagada de altares sedentarios, en un templo vigilado por momias crucificadas, en un confín donde la miseria de la condición humana es velada con recetas y epitafios, aparece un forajido que fue concebido en pleno vuelo.  Desde entonces no han cesado de vagar las aristas del firmamento.  Elordi, trasgrediendo la gravedad del presente, emprende la más heroica de las travesías:  aquella que no termina ni a balazos.  Nada impedirá que sus móviles artefactos, en este caso carabelas y aviones, zarpen a la conquista del más indómito paraje.  La vieja quimera de Colón y otros, se reencarna en un anfitrión que más allá de los conocidos terrenos de la literatura, sale a recibir un nuevo tiempo; con una lanza poderosa e insolente que en su suelo se ríe de la historia y de la mente.  Es un síntoma, definitivamente contestatario al abecedario estéril que nos ofrece la poética del delirio y el sacrificio.  Los lamentos y los flagelos han dado paso a un lenguaje que esconde, en su alucinación, la más devastadora ruta hacia el renacer del trozo de tierra donde pisamos.  Kris lleva en la sangre lo mismo que Cristo:  aventuras, sueños y fantasías.


SOLAPA:
Santiago Elordi. A espaldas
de la ley le cambió el
nombre a la ciudad de
Santiago –Julio de 1986-, y
la llamó la Fontana de la
Fortunata.
Tiene un sueño:
un gobierno basado en la
poesía.


Kris Kolombino © 1986
Santiago Elordi
Inscripción Nº 65.750


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Cuando crece el peligro hay algo que nos salva.
                                                              Hölderlin

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Ha pasado el tiempo de cantar las penas.


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                                               A mi Verónica.
Luz poderosa sobre estos valles sagrados.

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Valles que todavía no han sido descubiertos.

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Kris Kolombino
(por Santiago Elordi)





Atlántico, 8 (reuter).  La mar estaba salpicada y negra; en el fondo de las olas horribles  monstruos tramaban un plan macabro.  Guiados por la estrella de la mañana caían las naves arrugando las aguas unos grados a estribor, y los sueños de los marinos aterrados se trababan en el océano insondable.
          Agua y agua y lentos los días se arrastraron sin que las extrañas aves volaran. Fueron 30 días y 30 noches entre el movimiento de las olas.




       Kris Kolombino no tiene la menor idea de navegar por las estrellas, desde que salió de Europa confunde las constelaciones.  En la noche, las palabras y las brújulas se volvieron locas:  las flechas de los cuatro puntos cardinales reventaron en el aire y al coro de varias voces, los marinos husmeando la brisa cantaron:

           El aire trae huevos vacíos.
           Madre, en la noche los campos están mojados
           y se aleja el paraíso.

        Afligidas, las naves buscan las costas al amparo de las estrellas y las estrellas al oleaje como un incendio a la entrada de las sombras. Y es tan grande la nostalgia, que los marinos juegan con la luna.  Sujetos al pescante, ven un campo de naranjas saliendo del agua, y casas de paredes blancas.
        Impecable el almirante ordena: “¡Adelante! ¡Adelante!”.  Sin embargo, bajo la noche cerrada él también está asustado.




       Sin saber el manejo del astrolabio avanza y a punta de embustes, va robando millas marinas para engañar a la tripulación. Porque la suerte ha sido echada, las aguas mala y el delirio no detendrán el viaje. A fuerza de ambición, el genovés ha recorrido todas las cortes de Europa en busca de créditos. Se acostó con una reina y ahora recuerda sus ojos grandes en el silencioso páramo de las estrellas. Hubiese vendido a su propia madre por hacerse a la mar. Hubiese entregado su alma al diablo a cambio de un nuevo horizonte, pero la Santa Inquisición se aseguró de cavar profundas fosas en su espíritu para que el príncipe Mefistófeles no se apoderará de la otra orilla del mundo.
        Ay, porque imagínense amables lectores que en el salto de los siglos, nosotros los americanos andaríamos adorando al demonio.
     Enormes columnas volverían a la tierra con los terremotos aplastándonos el cráneo como a insignificantes insectos. En tierra de infieles, sacrificaríamos corderos y no surcaría el aire la paloma. Los niños en andrajos, vagarían por las calles pidiendo socorro a los automovilistas para no morir.  En tierra de infieles, la codicia, la usura de los profanos, amasaría fortunas donde las polillas y el orín corrompen y los ladrones minan y hurtan.
        Desde los limpios anales del cielo, lluvias químicas caerían envenenando las praderas, y nosotros los nativos, manejando gigantes blindados, arrancaríamos los antiguos bosques perfumados, aplastaríamos las flores del jardín que no existe.




Te complaces, Satanás, suspendido en la atmósfera, y arrojas rayos fulminantes para atravesar el paso de las naves.
            Pero las naves avanzan. A duras penas fluyen por la corriente entre el salto de las olas gigantes. Los marinos buscan mujeres en el agua.  Kris Kolombino sospecha las escasas leguas que los separan del mundo que no existe.  Un plano de jazmines en el paraíso.
         ¿Es la codicia de una corte pujando mares para trasladar su corona?  Kolombino sucumbe y avanza; embiste las sacudidas de la tormenta.  Pieza de fierro voluntarioso en las sortijas del cristianismo.  Los cardenales soplaron sus anillos.  Agua se les hacía la boca.  La poderosa religión nacida en el desierto, lanza un conejillo de indias al agua para clavar la cruz al centro de las sombras paganas, la recta luz en las noches enteras consagradas al vicio de la ignorancia.



            Y surcan las naves el océano inmenso, fatigados los marinos van por el tortuoso camino del agua.  Van tanteando delante de sí como ciegos y no encuentran ninguna entrada.  El universo se quiebra en filudos rayos que parten las velas.  Y en las galerías interiores se desparraman los hombres en alaridos, y se hincan prometiendo rezos a las alturas, mientras el invisible cancerbero de las ciudades marinas, remueve el mar con furia para espantar a los intrusos.  Despavoridas, las sirenas huyen a las calmas zonas de las profundidades.  “No se vayan preciosas”, gritan los marinos, y el atroz monstruo, mascando peces, se ríe sobre los furiosos remolinos:  “A las tierras del oeste no llegará alma con vida”.



            Pero los ruegos han sido escuchados, y enardecidas nuevamente las naves avanzan, y los sueños como por arte de magia avanzan.  La tripulación se toma de las manos, cohesionado el espíritu como el granito, atraviesan juntos las barreras de la niebla.

           Sí, yo lo sé marinos, yo he visto la soledad profunda de los mares en el fondo de las brújulas.  Yo he padecido el huracán que sopla del norte, cuando germinan las aromáticas flores del terror en la revuelta capa del océano.
          Yo estuve esa mañana, acometiendo el furor de las olas, cuando los peces guerreros se retiran a morir en silencio y los pilotos son atravesados por el rayo verde.
       Yo aprendí marineros, que sólo el pensamiento estricto y acorde a los “designios celestes”, traspasa el peligro, y el viaje desemboca en las costas jubilosas.  De lo contrario, en ese instante cuando el ave negra bate las alas, estallaríamos en millones de pedazos.  Así como el joven ángel fulminado a las puertas del paraíso: que aleteó desesperadamente por entrar y luego cayó despidiéndose para siempre entre las margas estrellas.

         La naturaleza tiene un ritmo, un ciclo misterioso.  Ahora las  olas quieren que Europa llegue a puerto.  Ahora Kolombino grita:  “Yo soy el primero y no dependo de las olas”.

           Y surcan las naves el océano inmenso por la ruta hacia el paraíso.  Pasada la furiosa tormenta las naves cantan y los marinos abrazados presienten el vuelo de un ave bendiciendo la brisa.  El día se convierte en una fiesta… “Dejen que todo transcurra muchachos y sepan que lo que acontece es bueno”, piensa el almirante.



            Y al otro lado de la mar, en las costas que han dejado, comienzan a prepararse los gigantes buscadores de El Dorado:  se despiden de sus mujeres, les hacen hijos antes de partir.  ¿Qué sol se levanta?  El camino está abierto.  Tiemblan las banderas.  Los caballos quieren galopar en el nuevo continente.  Salta por la visible estela inaugurándose.  Afilan en la fragua de la noche, las espadas los conquistadores para hacerle la guerra interminable al aristócrata guerrero araucano.  Escuadrones de jesuitas de la compañía real sacan a relucir sus rojos pendones de combate.

           Y mazos van y vienen para el indio porfiado que no quiere entender que la vida no es papaya.  Se arranca por las colinas despavorido.  La mañana lo bautiza con nuevos nombres.  Tiene que taparse con ropa esa cosa que le cuelga entre las  piernas.
       Altas torres crecen en los campos.  Las libres praderas y el viento que agita los maizales son cuadriculados y las murallas imponen la geometría del diedro, trizando el espontáneo cruce de los mil horizontes.
          Y el indio al fin conoció a Dios, porque Dios es uno; y no el vuelo majestuoso del cóndor ni los ríos que bajan de las montañas….



          Deja la iglesia, balanceándose dentro de su vestido blanco.  Al este, el alto talismán de nieve vigila. La joven es preciosa: intercambia santos con las compañeras, de sus labios húmedos caen una, dos, tres gotas de leche.  La leche que prende las mañanas.  Su padre orgulloso le saca fotos.  Atraídos por su perfume, se acercan los niños del valle con regalos.  Debajo de la torre, el sacerdote de oscura sotana se acerca a la joven:  quiere oler su pelo.  ¡Cómo se cuelgan los niños celosos de las campanas!  El sacerdote le besa la frente, no puede contenerse… voluptuosamente pasa sus manos por las piernas de la niña.  El sacerdote murmura:  “Dios no existe”.  La joven piensa:  “¿Cuándo mis flores tendrán espinas?”.


       Y surcan las naves el océano inmenso, en las velas se refugian luminosos pensamientos.  La tormenta ha pasado para siempre.  Las jóvenes indias también adoraron un día los ojos europeos, sus barbas saladas, pero la noche las atrapó entre la furia de las espadas.

         Y más tarde nació una horda de salvajes que desanda los caminos de América devorando niños crudos. Reformadores, pedagogos que tarde o temprano gritan: “El viejo pascuero no existe”.  Legisladores paternales, asesinos de mitologías, tecnócratas que se alimentan comiendo poesía y aseguran que los dioses han muerto.  Militares, fatigados cadáveres de políticos que procrean multitudes, meretrices de la república, damas de rojo, comerciantes honrados, tristes poetas:  ¡Fuera de aquí!
           ¡Fuera de aquí!  -¡Y cuidado, engendros de las nobles carabelas que surcaron el océano inmenso!, el rayo del mañana apunta certero sobre sus cabezas, y ese rayo es mi poesía.



          Y surcan las naves el océano inmenso y avanzan los marineros escuchando una dulce música que sube de las profundidades.
           América todavía puede ser el paraíso.

           Preciosa niña, esconde tus espinas.  Es cierto, el monstruo te violó una mañana cuando salías de la Iglesia.  Es cierto que la rosa de siempre se ha quedado sola, flotando en las noches desmesuradamente largas.
           Sin embargo las olas se deslizan hacia las playas del encanto.
        Ha pasado el tiempo de cantarle al mal y las carabelas van llegando.  El sol ha dormido por mucho tiempo y como en los pueblos antiguos, sus rayos mágicos volverán a brillar por sobre el inmenso fatalismo.
          En los valles envenenados una fiesta comienza.  Estalla en el Virú, a orillas del Plata, al Norte y Sur del Ecuador.  Y los más grandes utopistas, no entran al baile, porque las naves carabelas no han dejado de llegar; a la hora de Ouro Preto y Tiahuanaco van llegando, relucen los pueblos sus disfraces de colores en los campos y avenidas.  Y se va el demonio y la música del ocaso, los fatigados malditos y las cámaras oscuras, la literatura golpeando sus alas en el muro de los lamentos.  La fiesta ha comenzado en los valles, bajo las estrellas, embriagada esta vez con leche de diosas.  Y a más de setenta nudos, caen las naves por las calles cantando, caen en los planos nevados de la Patagonia y los desiertos rojos.
       Preciosa niña, no busques al asesino, el universo tiene un orden mayor, el ángel vuelve a sobrevolar el aire ronco.
            Qué quieres que te diga, los juegos por la historia son peligrosos.
            Hay lugares del continente que nunca tuvieron tiempo ni comienzo.
            Desde tus cenizas necesarias vuela el ave fénix…

            América todavía puede ser el paraíso.



       Y surcan las naves el océano inmenso al despliegue de las almas.  Del frío se pasa al calor.  La tierra todavía no aparece, sin embargo sobre el violeta remanso de las aguas flota un pedazo de caña: el nuevo mar es transparente.  Aleteando contra la brisa un alcatraz se para en el mástil mayor.  Ansiosos los marinos bailan alrededor de las velas y le preguntan:  “¿Cómo son las tierras del futuro?”.  El ave no contesta, levanta un ala y apunta…  ¡Oh! faro de plumas que sacudes el viento en los mares desconocidos; tarde o temprano las señales llegan y los sueños alcanzan las playas.  Solitario heraldo de las deidades marinas que premia inaugurando las costas.




        Y surcan las naves el océano inmenso… los marinos lloran de felicidad.  Un cardumen de alegres toninas salta fuera del agua y se vuelve a hundir.  Toda la noche oyeron pasar pájaros.  Al navegar por las últimas estrellas, el alcatraz remontó el vuelo al noreste.  De amanecida, se encontraron flotando a la cuadra en la infinita cadena de islas tropicales.
        La cubierta había quedado llena de huevos dorados.
      Y los tripulantes bailan y estiran las manos para tocar la orilla, bailan frenéticos, desde otro mundo las canciones escalan la mañana.  Pero de pronto algo sucede… En medio de la algarabía, las carabelas temblaron como diminutas reliquias sobre el púrpura tapiz de las aguas tropicales…  Remolcadores, goletas, desafiante trasatlánticos, petroleros, faros flotantes:  sonaron sirenas en el archipiélago inmenso.  Y Kris Kolombino miró a lo alto, escuadrones de gigantes aves de metal trazando figuras en el cielo.  Flamantes yates con doradas rubias en bikini escuchaban jalaban cocaína en cubierta.  Corpulentos tipos pasaron esquiando y entre las cortinas saludaron.  De un buque pesquero arrojaron unos prismáticos de una banda a otra banda…
      Y fue así como Kris Kolombino, humedecidos los ojos, enfocó hacia la orilla, y vio hombres de color negro sacando pelotas de los altos cocoteros.  En los duros acantilados estallaban las olas, y a la orilla de la playa, altas cadenas de fachadas:  Hilton, Sheraton, Holliday Inn.  Máquinas cruzando los caminos de plátanos.  Palafitos de caña.  Hombres desnudos, tendidos en hamacas aspirando puros.  Pájaros: azules y amarillos.  Surtidores y panteras.

       Y mil cámaras enfocaron a la tripulación que inflaba el pecho de orgullo.  Los marineros se sintieron haciendo cine.  Y desde las islas la gente agitaba pañuelos en el aire.



El Almirante en aguas errabundas…

Pálido se ve Kris Kolombino en el trópico
con el alma dura a la sombra de las palmas.



         Atracaron en la tarde tibia.  Fuegos artificiales cortaban el cielo en jirones de colores.  Los acosó la prensa y despampanantes morenas se lanzaron al cuello de los navegantes y los besaron en la boca.  “Yo no vengo de ninguna parte”, dijo Kolombino.

       Y la tripulación en taxi se fue por los caminos.  Tomaron margaritas con hielo bajo las palmeras del hotel.  Guardaespaldas cerraban el paso a los nativos que imploraban autógrafos de sus ídolos.

        El sol anaranjado se escondió detrás de los relojes.
        Las luces como estrellas caídas se prendían en las carreteras.
        Un viento mueve el corazón de Kris Kolombino y lo saca de la isla por los trampolines de la noche.

     Y en la noche del hotel, la orquesta de mulatos con guayaberas soplaron una rumba sabrosa, enloquecidos los marinos saltaron a la pista poseídos con el nuevo ritmo, chorreados los smoking agitaban las manos, a carcajadas se iban agarrando a las fragantes curvas que estremecían el caribe.

         ¡Cómo los recibió esta gente amable un día!  Desnudos los indios del nuevo continente salieron en sus canoas al encuentro de las carabelas.  Y los trajeron a las playas, les dieron de comer frutas y peces.  Y la tripulación durmió tranquila creyendo que había llegado el paraíso.

        “Ven Kolombino, ven a bailar”, gritaba la fiesta.  “Muévete chico, muévete”, le decían hermosas conejitas que ponían botellas de ron en su mesa.  Olas, serpientes perfumadas buscan las caras blancas, el acento que traen tierras de otros mares.  Tierras y mares que ellas nunca han visto y no saben lo que son.



         Y un día los nativos, le hablaron de imponentes dibujos en el desierto.  Le enseñaron el nombre de los animales y de las flores.  Las rutas por donde llegar al oro y a antiguas arquitecturas escondidas.  Complejos calendarios y la manera de llegar a los reales imperios en donde sus príncipes y hechiceros gustosos le revelarían la verdad de la tierra y los planetas.  Y más tarde, esos mismos indios, abrieron sus templos sagrados para recibir a los recién llegados con amor.

       Pero el conquistador quiere sacar leche de su espalda; que sus briosos caballos sacudan sus crines por el aire.  Quiere oro y grita fuego.  Desandar como valientes los caminos protegidos por su Dios.  Y pensar que antes de él, nada hubo,  Y encuentra un guanaco, terrazas de maíz como un grito.  Y galopa elegante, por encima de todo, adelantándose incluso a los suyos.  Entonces, la bandera flamea, nunca fue más verdadera.  Ahora la sienten allá lejos, abriéndose enardecida,  para que en Europa canten la proeza del hombre claro con yelmo, que un día partió arriesgándolo todo, y ahora levanta su bandera.
         El dios-pasto, el dios rebaño y la diosa luna se fueron apagando con el chasquido de las espadas.

        Orellana baja el río Amazonas; de los 30 soldados, llegaron 5 con vida a la ventana del Atlántico.  Vasco Núñez sube al monte de Panamá y ve los dos mares separados por una lengua de tierra.  El poeta Walter Raleigh abre la selva y coloniza las Guayanas.  Piratas ingleses y holandeses navegan los canales del sur.  Pizarro –y 100 hombres- desembarca en las costas del Perú, ejecuta a Atahualpa y funda la ciudad de los Reyes.  Velásquez hacia el paraíso de Cuba.  Cortés desemboca en el imperio Azteca y Moctezuma lo recibe en su palacio.  Anda Lope de Aguirre y 200 marañones greñudos y piojosos como fantasma buscando todavía la tierra encantada.



       Afuera del hotel, tortugas ponían huevos en las playas y oscuras olas rompían en la arena.  El viento agitaba las altas cabezas de las palmas y en la ribera, pequeños pajarracos devoraban los huevos enterrados.  A través de los ventanales del hotel, Kolombino en silencio descifraba los nuevos tatuajes de la noche.  Algunos se preguntaron por qué el extranjero no quería bailar.
        Y los turistas llenaban con maletas los ascensores, mercenarios hablaban por teléfono.  Del cielo del bar pendían estrellas eléctricas y giraban las aspas de la hélice; otras hembras encadenadas a la cintura bebían en la barra, etc.  Y a la mesa de Kolombino se acercaron hombres de anchos sombreros blancos: aspirando habanos le contaron que América estaba recorrida por una columna vertebral de nieve.  Mezclas de razas desandaban los valles, desiertos y alturas buscando la estrella olvidada.



       En el cruce de los caminos no hay punto de partida, el mañana está cargado de alas y los siglos fluyen en el paso de las estaciones, más allá del fin y del comienzo…  Y los hombres de anchos sombreros blancos le preguntaron a Kolombino:  “¿Qué tipo de seres serán los nuevos descubridores de América?”.

         Entonces, fue cuando yo dejé de escribir este poema y desde el último país volé hacia la isla.  En un Beechcraft del 55, bimotor, con la Cruz del Sur sobre la cabina volé, quemando el cielo con furia sobre los gigantes de nieve;  con 25 años y mi chaqueta de cuero inventada, hacia la noche de los tiempos volé.  En el Beechcraft a pistones por los huecos del aire, como una abeja enamorada enhebrando islas, desde el país de la soledad aterricé en el hotel.  Y frente a frente al Almirante se las canté:  “una niña fue violada a la salida de una Iglesia.  Tú no eres el primero ni el último.  El viaje es el verdadero poema del continente”.  Y uno de los hombres de anchos sombreros blancos, abandonando el hotel, dejó un periódico del día sobre la mesa.  Confundido Kris Kolombino, se tomó un whisky y leyó los siguientes titulares:

EXPEDICION                                                NIÑA VIOLADA
BUSCA CIUDAD                                          VUELVE
DE LOS CESARES                                       A RESUCITAR



       Y llegó la hora en que la fiesta se acabó.  Los planetas surcan el cielo:  la esfera donde se concentran las simientes del destino y donde los más arcaicos pueblos humanos reposan.  Camaleones gritan bajo la luna; los lagos hierven de cocodrilos y el hotel se apaga.  El viento viene cargado de cuentos.  A golpes de fuego se pierden lo aviones en la selva y al sur cae la nieve.

        Las sombra del tiempo recorren el cielo:  alternativamente negro y azul.  Kolombino vaha por las galerías del hotel mientras todos duermen… Mientras todos duermen, abre una puerta y desemboca en una habitación vacía:  por un momento se encuentra con una preciosa niña que lo saluda desde lejos… Una niña de vestido blanco… de sus labios húmedos caen una, dos, tres gotas de leche.

Mientras todos duermen,
Pareciera que el almirante y la niña se abrazan,
-en América no se ha dicho la última palabra-
y bajan por las escaleras del hotel a bailar a la pista.
Un dulce rock
sobre las baldosas negras y blancas



          Y cuando Kris Kolombino llega a su habitación, ya estamos en el final de la historia.  En la noche remota de carretas negras, las naves no surcan el océano inmenso, la tripulación fuma tendida en sus camas.  Antes de dormir, un marinero aprieta el control remoto y enciende la televisión.   Kolombino observa el despegue de un transbordador espacial.  “No quiero volver”, dice.
         El hotel, se ha hecho pequeño.  No hay espacios en blanco por descubrir en La Tierra… Fuentes de estrellas verán pasar carabelas.  Nebulosas.  Manadas de meteoros estallan.
            “Marinos, nos lanzamos al espacio”, ordena el almirante.
            La tripulación se ríe:  “¿A catequizar marcianos?  ¿A buscar américas en los planetas?”.
            “Están cansados de vagar”, piensa el almirante…
            Los marinos bajan la vista.

           Y Kris Kolombino, que a fuerza de ambición recorrió todas las cortes de Europa y bailó un rock sobre las baldosas negras y blancas, se toma el último whisky con hielo… y se lanza por la ventana del hotel a buscar estrellas del futuro…

                       Oh! Noche infinita y peligrosa.
                       Oh! Viaje interminable.

           




2 comentarios:

  1. ::: este es un gran texto y en su tiempo muy fundacional, por lo menos a mí me provocó un efecto conmovedor que ratificó mis búsquedas y me obligó a emparentarme a través de la escritura de mi propio poema cuento en clave saga marinera que es "Los Hijos del Nueva Esperanza". Siento una profunda y auténtica admiración hacia Santiago Elordi :::

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  2. Bien genial el texto. Este Elordi se las traía. Por ahí vi unas reflexiones de extrema ironía sobre qué habrían hecho los nativos si no hubieran sido domesticados... Esa es la manera adecuada de enfrentar esos asuntos en poesía. No lo conocía para nada. Me alegro de haber entrado calladito. Gracias Omara por dejarnos leer esto. Fernando Reyes Franzani

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